La semana pasada, durante una disertación sobre satélites de comunicaciones, alguien preguntó cómo se lanzaban. La respuesta era muy sencilla: se contrataban a los rusos los cohetes Soyuz, a los franceses los Arianne, o a la NASA los transbordadores (se mencionó específicamente el Endeavour), que se encargan de poner los satélites en órbita.
Trasteando en Wikipedia porque me dí cuenta de que no recordaba los nombres de los trasbordadores (salvo el tristemente célebre Challenger, y el mencionado Endeavour), me he encontrado una noticia triste: el final del programa STS, del Space Shuttle.
Hoy es 13 de mayo. Mañana, 14, se lanzará (o al menos así está previsto) el Atlantis, para llevar componentes a la ISS, la Estación Espacial Internacional. Está previsto que sea su último vuelo. Igual suerte correrán el Endeavur el 29 de Julio y el Discovery el 16 de Septiembre. Los suministros a la ISS quedarán en manos, principalmente, de los Soyuz (en los que, además de Rusia, también entra a participar la ESA) y de los vuelos de aprovisionamiento no tripulados.
Es cierto que los transbordadores (salvo el Endeavour, que sustituyó al Challenger) son ochenteros, y que cualquier vehículo que, después de tantos años, siga funcionando, empieza a tener cierta propensión a las averías. Y una avería en un vehículo que tiene que soportar las grandes tensiones de un lanzamiento espacial, o las enormes temperaturas de una reentrada en la atmósfera, puede ser fatal (como ya fue en los casos de Challenger en 1986, o del Columbia en 2003). Por tanto, tiene su parte de lógica que, despues de casi 30 años de servicios, sean retirados.
Pero, para mi, representa que el 16 de septiembre llegará el final de una parte de mi vida. La parte en la que existía realmente una nave espacial capaz de despegar, aterrizar y volver a utilizarse, como en la ciencia ficción.
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